Ahí estaba, intercambiando miradas con una chica que no volvería a ver. Bailando al son de la música. Bebiendo y divirtiéndose con su pandilla. Sin saber por qué hacía tiempo que las discotecas le aburrían, ya no quería salir y empezaba a odiar ese intercambio de miradas con las chicas. Mirase donde mirase, nunca encontraría aquella mirada que dejo escapar. No se reconocía así mismo, después de todo, él había sido quien dejó de llamarla, quien se sentía agobiado con solo oír la palabra relación, quien quería ser libre cada noche y estar con cualquiera que quisiera, sin compromisos ni remordimientos. Sin embargo, no podía evitar recordar el brillo de sus ojos, sus mejillas ruborizadas y aquella ligera sonrisa que cada viernes le regalaba. ¿Se estaba volviendo loco? Sus pasos le llevaban hacia su portal, su mirada se alzaba hacia el bloque de pisos hasta que se detuvo en el sexto. La luz estaba encendida. Dudo un instante en llamarla. Decidió irse, alejarse y no volver atrás. Por mucho que le doliese, era mejor que otro supiera apreciar de verdad esa mirada, esa mirada que cada noche se aparecía en sus sueños como un fantasma del pasado, esa mirada que le enamoró sin darse cuenta. Única e irrepetible, su mirada.
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