No le importaba que fuese verano y estuviese de vacaciones, le gustaba despertarse con la luz de la luna. A tientas, bajaba hasta la cocina donde tomaba un simple vaso de leche. Cogía su cámara de fotos y sin hacer ruido salía por la puerta de detrás. A fuera, el frío le hacía estremecerse. Con paso firme se dirigía hacia lo alto del pueblo. Allí, en la cima de la montaña, contemplaba cada día el amanecer. Sacaba decenas de fotos: el Sol todavía escondido entre las montañas, el juego de sombras, los colores violetas y anaranjados. Todo, no se olvidaba de inmortalizar ni un solo detalle.
Pero hoy era distinto. Hoy, aunque lleva la cámara de fotos, permanece quieta mirando el horizonte. Prefiere por una vez contemplar todo aquello a través de sus propios ojos. Ahí continúa hasta que los rayos de Sol iluminan el último recóndito lugar en tinieblas, mientras piensa en lo insignificante que es entre toda esa belleza.
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